VENENADOS POR Y BERKELEY bien pocas las probabilidades d# que jamás la detengamos. —Salvo que el azar nos favo rezca, como tan a menudo lo lia hecho —replicó Roger, alegre mente—. Innumerables casos son resueltos por pura casualidad o suerte, ¿no es así? El azar ven gador. Sería una espléndido tí tulo de película. Pero contiene mucho de verdad. Si yo fuese supersticioso —que-no lo soy—, diria que no es el azar, sino la Providencia, que venga a la víc tima. —Bueno, Mr. Sheringham dijo Moresby, quien tampoco era supersticioso—, para decir la verdad, a mí tampoco me impor ta lo que sea, siempre que me permita arrestar al culpable. Si Moresby habia visitado a Roger Sheringham con alguna esperanza de aprovechar las grandes dotes de detective y la inteligencia de ese caballero, se fue decepcionado. ' Por su parte, Roger se incli naba a encontrar la razón al ins pector jefe, en el sentido de que el atentado contra la vida de Sir William Anstrutheer, que resul tó en el asesinato de la infor tunada señora de Beresford, te nía que ser obra de alguna lu nática desconocida en la etapa criminal de su locura. Por tal motivo, si bien meditó el asunto casi constantemente durante los días siguientes, no hizo ninguna tentativa por hacerse cargo del caso. Resultaba el tipo de inves tigación que requería intermina bles encuestas de índole tal, que un particular no tendría ni tiem po ni autoridad para empren- derlas, y que, por tanto, sólo pue den realizarlas los policías de Planta. El interés de Roger en el caso era, por tanto, entera mente académico. Fue el azar, un encuentro ca sual una semana más tarde, lo que transformó su interés de académico en personal. Roger se encontraba en Bond Street, a punto de encarar la enojosa tarea de seleccionar un sombrero nuevo. Por la vereda vio que se le ¿cercaba la señora Verrekerie-Flemming, una viu da pequeñita, de maneras exqui sitas, riquísima, quién demostra ba verdadera adoración por Ro ger cada vez que éste le brinda ba una oportunidad. Pero ha blaba sin descanso, sin detener se un instante. Y Roger gusta ba también de hablar de vez en cuando, de manera que esa joven que no ie dejaba pronunciar pa labra, le resultaba insufrible. In tentó atravesar la calle, pero no encontró resquicio entre el tránsito intensísimo de vehículos y se sintió arrinconado. La se ñora Verreker-le-Flemming se asió de él encantada. —¡Oh Mr. Sheringham! Preci samente la persona que buscaba. Mr. Sheringham, ¡dígame! En confianza. ¿Está usted a cargo de ese terrible asunto de la po bre Joan Beresíord asesinada? Roger, con la mueca helada e imbécil que la conversación ci vilizada pinta en el rostro, inten tó contestarle, pero infructuosa mente. —Quede horrorizada cuando supe, simplemente horrorizada. Verá usted, Joan y yo éramos tan íntimas amigas. Sumamente intimas Y lo terrible, lo verda deramente espeluznante, es que Joan se atrajo todo el infortunio ella misma. ¿Verdad que es abrumador? Ya Roger no tenia ningún ##• seo de escapar. —¿Qué fue lo que dijo?— lo gró inquirir, interrumpiendo con tono (Je incredulidad. —Supongo que será lo que se llama trágica ironia —siguió di ciendo la parlachina señora Ve rreker-le-Flemming—-. Y sin du da que es bastantte trágico y en ni vida he sabido de nada máa irÓßico. ¿Sabe usted lo de la apuesta que hizo con su marido para que le diese una caja de chocolates? Si él no hubiera per dido la apuesta Sir William no le habría obsequiado los choco lates; se los habría comido él mismo v se habría muerto él y bien empleado It estaba. Bueno, Mr. Sheringham —la señora Ve rreker-leFlemming bajó la voz basta el murmullo apenas percep tibie de un conspirador y miró hacia todos lados con terror, co mo si en realidad lo fuese—, A nadie más le he contado esto, pe ro se lo digo a usted porque sé que me lo va a agradecer. ¡Joan no aposto lealmente! —¿Qué quiere usted decir¿ preguntó Roger, completamente confundido. , * La señora Verreker-leFlem ming estaba encantada con la sensación que habia causado. —Simplemente, que ella ya había asistido a una función an terior. fuimos juntas, la prime ra semana que la dieron. Ella sabía cuál era el personaje anti pático desde el comienzo. ¡Por Júpiter—estalló Ro ger, tan impresionado como lo habría deseado la propia se ñora Verreker-le-Flemming—, el Azar Vengador. Ninguno de nosotros está inmune. —¿Justicia poética, quiere us ted (leca'' —susurró encantada la señora Verreker-le-Flemming, para quien las observaciones de Roger resultaban un tanto obs curas—, Sí, pero ¡qué pena que le haya tenido que suceder a nuestra querida Joan Beresford! Eso es lo extraordinario. Jamás me hubiese imaginado que Joan pudiese hacer una cosa semejan te. Era una chica tan recta. Un tanto amarrada a su dinero, con siderando lo ricos que eran, pe ro eso no es nada. Naturalmen te que lo lyzo sólo por reirse, burlándose inocentemente de su marido, pero siempre pensé que Joan era una chica tan seria. Mr. Sheringham. Quiero decir, la gen te cualquiera no habla de honor, ni de la verdad, ni de cumplir las reglas del juego, y todas esas co sas que uno las toma como cosa sabida. Pero Joan no pensaba en otra cosa. -Pasaba diciendo que tal o Cuai cosa no era honorable, o que no era jugar caballerosa mente. Pues bien: le tocó a ella misma pagar con la vida una fal ta pequeñísima pobre chiquilla, ¿no es asi? Pero, en todo caso, viene a confirmar cuán acertado es el antiguo refrán, ¿verdad? —¿Qué refrán? —le preguntó Roger como hipnotizado por el interminable parloteo de su in terlocutora. —Pues, de que las aguas tran quilas tienen gran corriente en las profundidades. Joan tiene que haber sido tormentosa en el fondo, según me temo —sus piró la señora Verreker-le-Fle mming—, Evidentemente con sideraba un error social eso de tener fondo. Quiero decir que a mí me engañó por completo. No puede haber sido tan honorable e invariablemente verídica co mo siempre pretendía serlo ¿no le parece? Y no puedo dejar de preguntarme si una joven que puede engañar a su marido en una pequeñez como esa, ¿no se ría también capaz de. . .? Bueno nada quiero decir contra la po brecilla Joan ahora que está muerta; pobre queridita, pero no es posible que haya podido ser un santo de alabastro, después de todo, ¿no lo cree usted así? Quiero decir —se apresuró la se ñora Verreker-le-Flemming a in-. terponer atenuantes que bajaron de tono sus sugestiones—, me parece que la psicología es tan interesante, ¿no le parece a us ted lo mismo, Mr. Sheringham? —A veces sí es muy inte resante —asintió Roger grave mente —. Pero usted mencionó a Sir William Anstruther hace poco. ¿Le conoce a él también? —Sí, un tiempo tuve amis tad con él —replicó la señora Verreker-le-Flemmjng sin gran interés. ¡ —Hombre horrible! Siempre, corriendo tras alguna mujer u otra. Y cuando se can sa de sus conquistas, simplemen te las deja plantadas. ¡Paf!, sin más. Por lo menos —agregó la señora Verreker-leFlenti ming con cierto azoramiento—•, eso es lo que he oido decir. —¿Y qué sucede si ella se nie ga a quedar plantada? —¡Por Dios! Estoy cierta de que no lo sé. Supongo que us ted habrá sabido el último pe lambre —siguió aturrulladamen te la señora Verreker-leFlem ming, quizás un poquillo más sonrosada que lo atribuible a las delicadas ayudas a la naturaleza ' que habia colocado en sus me jillas—; está coqueteando ahora con esa tal Bryce. ¿Sabe usted? La esposa de ese millonario del petróleo o la bencina, o lo que sea, que le dió fortuna. El asun to comenzó hace como tres se manas. Cualquiera se imagina que este terrible asunto, de ser . responsable, en cierto modo, de la muerte de la pobrecilla Joan Beresford, o habría serenado un r* verdad? Pero nada de eso: é1... _;er estaba pensando otra cosa. —Qué lástima que usted no estuviese en el “Imperial” cuan do fueron los Beresford esa no che. Ella jamás habria formu lado esa apuesta si usted hubie se asistido —dijo Roger con el aspecto y expresión nfás inocen te del mundo—. Supongo que usted no fue a esa función. -- —¿Yo? —preguntó sorprendi da la Señora Verreker-le-Flem ming—. Naturalmente que no. Fui e la nueva revista del “Pavi lion”. Lady Gavelstoke tenía un palco y me envitó a unirme a sus visitas. —¡Ah! Sí: buena la revista, ¿verdad? Me pareció que ase sketch, “El Triángulo Sempiter no”, era • sumamente hábil. ¿Qué le pareció a usted? —¿“El Triángulo Sempiter no”? —inquirió vacilante la se ñora Verreker-leFlemming. —Sí, antes de la mitad. —¡Ah! Entonces no lo he visto. Supongo que habré Uega • do terriblemente atrasada. Pe ro —confesó con verdadera' con trición la señora Verrekeíle- Flemming— siempre llego atra sada a todo. Roger mantuvo el resto de la conversación resueltamente en asuntos teatrales. Pero, antes de despedirse, confirmó que ella tenía retratos de la señora de Beresford y de Sir William Ans truther, y obtuvo autorización para quedarse con ellos unos dias. Tan pronto como la perdió de vista entre el gentío, llamó un taxi yle dió la dirección de la señora Verreker-le-Flemming. Pensó que lo mejor era aprove char esa autorización en forma de no tener que escucharla in terminablemente de nuevo. La camarera no pareció que encontrarse nada de extraño en que él llegase a buscar los retra tos, y le condujo de inmediato al salón. En un rincón de la sala estaban acumulados' los retra tos de las amistades de la señora Verreker-le-Flemming, y eran innumerables. Roger los exami nó con interés, y, finalmente, se llevó no dos fotografías, sino seis: de Sir William, Mr. y Mrs. Beresford, dos caballeros que parecían más o menos de la edad de Sir William y, finalmente, una fotografía de la propia se ñora Verreker-le-Flemming. A Roger le encantaba confundir la huella. Todo el resto del día estuvo activísimo. La señora Verreker-le-Flem ming sin duda habría pensado que esas actividades eran no so lamente incomprensibles, 'i no también sin objeto. Visitó, por ejemplo, una biblioteca pública, consultó un libro de referencia después de lo cual se dirigió a las oficinas de la Anglo-Eas tem Perfumery Company, don de preguntó por un señor Joseph Lea Hardwich, y pareció muy disgustado al saber que allí no conocían a nadie de ese nombre, y que, por lo demás, no era ni habia sido nunca empleado de la empresa en ninguna de sus su cursales. Interpuso innumera bles preguntas sobre la casa y sus sucursales antes de consentir en abandonar la averiguación. En seguida sé dirigió a la fir ma Weall and Wilson, la c’onoci da institución que protege los intereses comerciales de los in dividuos y recomienda a sus sus criptores las mejores inversio nes. Inscribió su propio nom bre como suscriptor, explicando que tenía una fuerte suma de dinero que deseaba invertir, y llenó uno de los formularios es peciales de solicitud de infor mes, marcado “estrictamente confidencial” De allí siguió hacia el Club Arco Iris, en Piccadilly. Se presentó al portero sin el menor rubor como persona del servicio de Scotland Yard y le hizo numerosas preguntas, más o menos triviales, referentes a la tragedia. Sir William, según tengo entendido le dijo finalmente, co mo quien afirma algo sin im portancia—, no comió en el club la noche antes. Roger parecía estar equivoca do: Sir William había comido la noche antes del crimen en el club, tal como lo hacía alrededor de tres veces por semana. —Pero yo tenía entendido que no estuvo aquí esa noche —dijo Roger, fingiendo suma extrañe za. El portero se afirmó en lo di cho. Recordaba muy bien, al igual que uno de los mozos a quien llamó el portero para que corroborase su declaración. Sir William habia comido en el'elub un tanto tarde, y no había sali do del comedor hasta alrededor de las nueve de la noche. Pasó el resto de la noche allí en el. club también como bien lo sa bía el mozo. Por lo menos parte de la velada, ya que él mismo le había llevado whisky y soda al hall no menos de media hora más tarde. Roger se retiró, trasladándose a la imprenta Merton, en un ta xi. Fingió que necesitaba que se le imprimiese papel de cartas de una calidad muy particular; y le explicó detalladamente a la jo ven que atendía tras el mostra dor lo que necesitaba. Esta le entregó los álbunes de mues tras y le indicó que podía bus car allá lo que necesitaba. Roger los fue revisando al par que mantenía una animada charla con la joven, diciéndole que le había recomendado la impren ta un amigo muy querido, cuya fotografía casualmente andaba trayendo en ese momento. ¿Cu riosa coincidencia, eh? La joven se manifestó de acuerde-en que realmente era una coincidencia. —Mi amigo estuvo aquí la úl tima vez hace como una quince na. ¿Le reconoce? —inquirió, mostrándole la fotografía. La joven tomó la foto sin apa rente interés. —¡Ah! Sí, le recuerdo. Quería papel de cartas también ¿no? De manera que ese es su amigo. Bueno, si que es chico el mundo. Esta es la marca que más se ven de. Roger volvió a su departamen to a comer. Después, sintiéndose inquieto, salió del Albany y su bió por Piccadilly. Anduve sin rumbo por er circo, pensando, y se detuvo un momento, por cos tumbre, a inspeccionar las foto grafías de una nueva revista fren te al “Pavilion”. Cuando se dio c sata, había llegado a la calle Jermyn y estaba frente al “Im perial”. Mirando los avisos de “La Ca lavera que Cruje”, observó que comenzaba la función a las 8 y media. Miró su reloj y comprobó que eran Jas 8:20 En algo tenía que entretenerse esa nohe, y en tró. A la mañana siguiente, muy temprano, Roger visitó a Mores by en Scotland Yard. —Moresby —le dijo sin pre ábulos—. Quiero que haga u ted algo. Busque a un conductor de taxi que llevó a alguien de Pic cadilly Circus o sector vecino, alrededor de las 9:10, la noche antes del crimen de Beres'ord, al Strand, cerca del fondo de la calle Southampton, y a otro con ductor de taxi que se devolvió con alguien entre esos punjo*. No estoy seguro del primero. O es posible que un mismo taxi hubiese sido empleado para am bos viajes, pero lo dudo. En todo caso, trate de dar con ello», ¿quiere? ¿En qué anda metido ahora, Mr. Sheringham? —inquirió Mo resby, con tono de sospecha. —En romper una coartada muy interesante —replicó Roger, se renamente—. A propósito, ya sé quién envió los chocolates a Sir William. Ahora estoy ocunado nada más que en reunir una lio. nita colección de pruebas para usted. Llámeme a mi departa mento cuando haya encontrado a esos dos conductores de taxi. Salió dejando a Moresby lito ralmente con la boca abierta. El resto del día lo pasó procu rando aparentemente adquirir una máquina de escribir de se gunda mano. Insistía en que lo que necesitaba era una Hamil ton No. 4. Cuando los dependien tes intentaban hacerle mirar si quiera otras marcas, se negaba tozudamente, diciendo que le ha bía recomendando tan bien la Hamilton N*? 4 un amigo que ha bia comprado una hacía como tres semanas, que no quería ver ninguna otra. ¿Quizás habia sido en esa misma casa que su amigo compró su máquina de escribir? ¿No habían vendido ningún* Hamilton N<* 4 en el último mes? Eso era de lo más raro. A las cuatro y media Roger regresó a su departamento oara esperar el mensaje telefónico do Moresby. Este le llamó a las cia co y media. —Hay catorce conductores do taxi que llenan por completo mi oficina y estorban mucho —dijo Moresby, con tonos ofensivos—. ¿Qué quiere que haga con ellos? —Téngalos allí hasta que yo llegue, inspector jefe —Contes tó Roger, con dignidad. Pero la entrevista con los ca torce conductores de taxis fu# sumamente breve; A cada uno (Pasa -a la Página 7)