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Diario las Américas. [volume] (Miami, Fla.) 1953-current, May 04, 1958, Image 19

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VENENADOS
POR
Y BERKELEY
bien pocas las probabilidades d#
que jamás la detengamos.
—Salvo que el azar nos favo
rezca, como tan a menudo lo lia
hecho —replicó Roger, alegre
mente—. Innumerables casos son
resueltos por pura casualidad o
suerte, ¿no es así? El azar ven
gador. Sería una espléndido tí
tulo de película. Pero contiene
mucho de verdad. Si yo fuese
supersticioso —que-no lo soy—,
diria que no es el azar, sino la
Providencia, que venga a la víc
tima.
—Bueno, Mr. Sheringham
dijo Moresby, quien tampoco era
supersticioso—, para decir la
verdad, a mí tampoco me impor
ta lo que sea, siempre que me
permita arrestar al culpable.
Si Moresby habia visitado a
Roger Sheringham con alguna
esperanza de aprovechar las
grandes dotes de detective y la
inteligencia de ese caballero, se
fue decepcionado. '
Por su parte, Roger se incli
naba a encontrar la razón al ins
pector jefe, en el sentido de que
el atentado contra la vida de Sir
William Anstrutheer, que resul
tó en el asesinato de la infor
tunada señora de Beresford, te
nía que ser obra de alguna lu
nática desconocida en la etapa
criminal de su locura. Por tal
motivo, si bien meditó el asunto
casi constantemente durante los
días siguientes, no hizo ninguna
tentativa por hacerse cargo del
caso. Resultaba el tipo de inves
tigación que requería intermina
bles encuestas de índole tal, que
un particular no tendría ni tiem
po ni autoridad para empren-
derlas, y que, por tanto, sólo pue
den realizarlas los policías de
Planta. El interés de Roger en
el caso era, por tanto, entera
mente académico.
Fue el azar, un encuentro ca
sual una semana más tarde, lo
que transformó su interés de
académico en personal.
Roger se encontraba en Bond
Street, a punto de encarar la
enojosa tarea de seleccionar un
sombrero nuevo. Por la vereda
vio que se le ¿cercaba la señora
Verrekerie-Flemming, una viu
da pequeñita, de maneras exqui
sitas, riquísima, quién demostra
ba verdadera adoración por Ro
ger cada vez que éste le brinda
ba una oportunidad. Pero ha
blaba sin descanso, sin detener
se un instante. Y Roger gusta
ba también de hablar de vez en
cuando, de manera que esa joven
que no ie dejaba pronunciar pa
labra, le resultaba insufrible. In
tentó atravesar la calle, pero
no encontró resquicio entre el
tránsito intensísimo de vehículos
y se sintió arrinconado. La se
ñora Verreker-le-Flemming se
asió de él encantada.
—¡Oh Mr. Sheringham! Preci
samente la persona que buscaba.
Mr. Sheringham, ¡dígame! En
confianza. ¿Está usted a cargo
de ese terrible asunto de la po
bre Joan Beresíord asesinada?
Roger, con la mueca helada
e imbécil que la conversación ci
vilizada pinta en el rostro, inten
tó contestarle, pero infructuosa
mente.
—Quede horrorizada cuando
supe, simplemente horrorizada.
Verá usted, Joan y yo éramos
tan íntimas amigas. Sumamente
intimas Y lo terrible, lo verda
deramente espeluznante, es que
Joan se atrajo todo el infortunio
ella misma.
¿Verdad que es abrumador?
Ya Roger no tenia ningún ##•
seo de escapar.
—¿Qué fue lo que dijo?— lo
gró inquirir, interrumpiendo con
tono (Je incredulidad.
—Supongo que será lo que se
llama trágica ironia —siguió di
ciendo la parlachina señora Ve
rreker-le-Flemming—-. Y sin du
da que es bastantte trágico y en
ni vida he sabido de nada máa
irÓßico. ¿Sabe usted lo de la
apuesta que hizo con su marido
para que le diese una caja de
chocolates? Si él no hubiera per
dido la apuesta Sir William no
le habría obsequiado los choco
lates; se los habría comido él
mismo v se habría muerto él y
bien empleado It estaba. Bueno,
Mr. Sheringham —la señora Ve
rreker-leFlemming bajó la voz
basta el murmullo apenas percep
tibie de un conspirador y miró
hacia todos lados con terror, co
mo si en realidad lo fuese—, A
nadie más le he contado esto, pe
ro se lo digo a usted porque sé
que me lo va a agradecer. ¡Joan
no aposto lealmente!
—¿Qué quiere usted decir¿
preguntó Roger, completamente
confundido. , *
La señora Verreker-leFlem
ming estaba encantada con la
sensación que habia causado.
—Simplemente, que ella ya
había asistido a una función an
terior. fuimos juntas, la prime
ra semana que la dieron. Ella
sabía cuál era el personaje anti
pático desde el comienzo.
¡Por Júpiter—estalló Ro
ger, tan impresionado como lo
habría deseado la propia se
ñora Verreker-le-Flemming—,
el Azar Vengador. Ninguno de
nosotros está inmune.
—¿Justicia poética, quiere us
ted (leca'' —susurró encantada
la señora Verreker-le-Flemming,
para quien las observaciones de
Roger resultaban un tanto obs
curas—, Sí, pero ¡qué pena que
le haya tenido que suceder a
nuestra querida Joan Beresford!
Eso es lo extraordinario. Jamás
me hubiese imaginado que Joan
pudiese hacer una cosa semejan
te. Era una chica tan recta. Un
tanto amarrada a su dinero, con
siderando lo ricos que eran, pe
ro eso no es nada. Naturalmen
te que lo lyzo sólo por reirse,
burlándose inocentemente de su
marido, pero siempre pensé que
Joan era una chica tan seria. Mr.
Sheringham. Quiero decir, la gen
te cualquiera no habla de honor,
ni de la verdad, ni de cumplir las
reglas del juego, y todas esas co
sas que uno las toma como cosa
sabida. Pero Joan no pensaba en
otra cosa. -Pasaba diciendo que
tal o Cuai cosa no era honorable,
o que no era jugar caballerosa
mente. Pues bien: le tocó a ella
misma pagar con la vida una fal
ta pequeñísima pobre chiquilla,
¿no es asi? Pero, en todo caso,
viene a confirmar cuán acertado
es el antiguo refrán, ¿verdad?
—¿Qué refrán? —le preguntó
Roger como hipnotizado por el
interminable parloteo de su in
terlocutora.
—Pues, de que las aguas tran
quilas tienen gran corriente en
las profundidades. Joan tiene
que haber sido tormentosa en
el fondo, según me temo —sus
piró la señora Verreker-le-Fle
mming—, Evidentemente con
sideraba un error social eso de
tener fondo. Quiero decir que a
mí me engañó por completo. No
puede haber sido tan honorable
e invariablemente verídica co
mo siempre pretendía serlo ¿no
le parece? Y no puedo dejar de
preguntarme si una joven que
puede engañar a su marido en
una pequeñez como esa, ¿no se
ría también capaz de. . .? Bueno
nada quiero decir contra la po
brecilla Joan ahora que está
muerta; pobre queridita, pero no
es posible que haya podido ser
un santo de alabastro, después
de todo, ¿no lo cree usted así?
Quiero decir —se apresuró la se
ñora Verreker-le-Flemming a in-.
terponer atenuantes que bajaron
de tono sus sugestiones—, me
parece que la psicología es tan
interesante, ¿no le parece a us
ted lo mismo, Mr. Sheringham?
—A veces sí es muy inte
resante —asintió Roger grave
mente —. Pero usted mencionó
a Sir William Anstruther hace
poco. ¿Le conoce a él también?
—Sí, un tiempo tuve amis
tad con él —replicó la señora
Verreker-le-Flemmjng sin gran
interés. ¡ —Hombre horrible!
Siempre, corriendo tras alguna
mujer u otra. Y cuando se can
sa de sus conquistas, simplemen
te las deja plantadas. ¡Paf!, sin
más. Por lo menos —agregó la
señora Verreker-leFlenti
ming con cierto azoramiento—•,
eso es lo que he oido decir.
—¿Y qué sucede si ella se nie
ga a quedar plantada?
—¡Por Dios! Estoy cierta de
que no lo sé. Supongo que us
ted habrá sabido el último pe
lambre —siguió aturrulladamen
te la señora Verreker-leFlem
ming, quizás un poquillo más
sonrosada que lo atribuible a las
delicadas ayudas a la naturaleza '
que habia colocado en sus me
jillas—; está coqueteando ahora
con esa tal Bryce. ¿Sabe usted?
La esposa de ese millonario del
petróleo o la bencina, o lo que
sea, que le dió fortuna. El asun
to comenzó hace como tres se
manas. Cualquiera se imagina
que este terrible asunto, de ser .
responsable, en cierto modo, de
la muerte de la pobrecilla Joan
Beresford, o habría serenado un
r* verdad? Pero nada de
eso: é1...
_;er estaba pensando otra
cosa.
—Qué lástima que usted no
estuviese en el “Imperial” cuan
do fueron los Beresford esa no
che. Ella jamás habria formu
lado esa apuesta si usted hubie
se asistido —dijo Roger con el
aspecto y expresión nfás inocen
te del mundo—. Supongo que
usted no fue a esa función.
-- —¿Yo? —preguntó sorprendi
da la Señora Verreker-le-Flem
ming—. Naturalmente que no.
Fui e la nueva revista del “Pavi
lion”. Lady Gavelstoke tenía un
palco y me envitó a unirme a sus
visitas.
—¡Ah! Sí: buena la revista,
¿verdad? Me pareció que ase
sketch, “El Triángulo Sempiter
no”, era • sumamente hábil.
¿Qué le pareció a usted?
—¿“El Triángulo Sempiter
no”? —inquirió vacilante la se
ñora Verreker-leFlemming.
—Sí, antes de la mitad.
—¡Ah! Entonces no lo he
visto. Supongo que habré Uega
• do terriblemente atrasada. Pe
ro —confesó con verdadera' con
trición la señora Verrekeíle-
Flemming— siempre llego atra
sada a todo.
Roger mantuvo el resto de la
conversación resueltamente en
asuntos teatrales. Pero, antes de
despedirse, confirmó que ella
tenía retratos de la señora de
Beresford y de Sir William Ans
truther, y obtuvo autorización
para quedarse con ellos unos
dias. Tan pronto como la perdió
de vista entre el gentío, llamó
un taxi yle dió la dirección de
la señora Verreker-le-Flemming.
Pensó que lo mejor era aprove
char esa autorización en forma
de no tener que escucharla in
terminablemente de nuevo.
La camarera no pareció que
encontrarse nada de extraño en
que él llegase a buscar los retra
tos, y le condujo de inmediato al
salón. En un rincón de la sala
estaban acumulados' los retra
tos de las amistades de la señora
Verreker-le-Flemming, y eran
innumerables. Roger los exami
nó con interés, y, finalmente, se
llevó no dos fotografías, sino
seis: de Sir William, Mr. y Mrs.
Beresford, dos caballeros que
parecían más o menos de la edad
de Sir William y, finalmente,
una fotografía de la propia se
ñora Verreker-le-Flemming. A
Roger le encantaba confundir
la huella.
Todo el resto del día estuvo
activísimo.
La señora Verreker-le-Flem
ming sin duda habría pensado
que esas actividades eran no so
lamente incomprensibles, 'i no
también sin objeto. Visitó, por
ejemplo, una biblioteca pública,
consultó un libro de referencia
después de lo cual se dirigió a
las oficinas de la Anglo-Eas
tem Perfumery Company, don
de preguntó por un señor Joseph
Lea Hardwich, y pareció muy
disgustado al saber que allí no
conocían a nadie de ese nombre,
y que, por lo demás, no era ni
habia sido nunca empleado de la
empresa en ninguna de sus su
cursales. Interpuso innumera
bles preguntas sobre la casa y
sus sucursales antes de consentir
en abandonar la averiguación.
En seguida sé dirigió a la fir
ma Weall and Wilson, la c’onoci
da institución que protege los
intereses comerciales de los in
dividuos y recomienda a sus sus
criptores las mejores inversio
nes. Inscribió su propio nom
bre como suscriptor, explicando
que tenía una fuerte suma de
dinero que deseaba invertir, y
llenó uno de los formularios es
peciales de solicitud de infor
mes, marcado “estrictamente
confidencial” De allí siguió hacia
el Club Arco Iris, en Piccadilly.
Se presentó al portero sin el
menor rubor como persona del
servicio de Scotland Yard y le
hizo numerosas preguntas, más
o menos triviales, referentes a la
tragedia.
Sir William, según tengo
entendido le dijo finalmente, co
mo quien afirma algo sin im
portancia—, no comió en el club
la noche antes.
Roger parecía estar equivoca
do: Sir William había comido la
noche antes del crimen en el
club, tal como lo hacía alrededor
de tres veces por semana.
—Pero yo tenía entendido que
no estuvo aquí esa noche —dijo
Roger, fingiendo suma extrañe
za.
El portero se afirmó en lo di
cho. Recordaba muy bien, al
igual que uno de los mozos a
quien llamó el portero para que
corroborase su declaración. Sir
William habia comido en el'elub
un tanto tarde, y no había sali
do del comedor hasta alrededor
de las nueve de la noche. Pasó
el resto de la noche allí en el.
club también como bien lo sa
bía el mozo. Por lo menos parte
de la velada, ya que él mismo le
había llevado whisky y soda al
hall no menos de media hora
más tarde.
Roger se retiró, trasladándose
a la imprenta Merton, en un ta
xi.
Fingió que necesitaba que se
le imprimiese papel de cartas de
una calidad muy particular; y le
explicó detalladamente a la jo
ven que atendía tras el mostra
dor lo que necesitaba. Esta le
entregó los álbunes de mues
tras y le indicó que podía bus
car allá lo que necesitaba. Roger
los fue revisando al par que
mantenía una animada charla
con la joven, diciéndole que le
había recomendado la impren
ta un amigo muy querido, cuya
fotografía casualmente andaba
trayendo en ese momento. ¿Cu
riosa coincidencia, eh? La joven
se manifestó de acuerde-en que
realmente era una coincidencia.
—Mi amigo estuvo aquí la úl
tima vez hace como una quince
na. ¿Le reconoce? —inquirió,
mostrándole la fotografía.
La joven tomó la foto sin apa
rente interés.
—¡Ah! Sí, le recuerdo. Quería
papel de cartas también ¿no? De
manera que ese es su amigo.
Bueno, si que es chico el mundo.
Esta es la marca que más se ven
de.
Roger volvió a su departamen
to a comer. Después, sintiéndose
inquieto, salió del Albany y su
bió por Piccadilly. Anduve sin
rumbo por er circo, pensando, y
se detuvo un momento, por cos
tumbre, a inspeccionar las foto
grafías de una nueva revista fren
te al “Pavilion”. Cuando se dio
c sata, había llegado a la calle
Jermyn y estaba frente al “Im
perial”.
Mirando los avisos de “La Ca
lavera que Cruje”, observó que
comenzaba la función a las 8 y
media. Miró su reloj y comprobó
que eran Jas 8:20 En algo tenía
que entretenerse esa nohe, y en
tró.
A la mañana siguiente, muy
temprano, Roger visitó a Mores
by en Scotland Yard.
—Moresby —le dijo sin pre
ábulos—. Quiero que haga u ted
algo. Busque a un conductor de
taxi que llevó a alguien de Pic
cadilly Circus o sector vecino,
alrededor de las 9:10, la noche
antes del crimen de Beres'ord,
al Strand, cerca del fondo de la
calle Southampton, y a otro con
ductor de taxi que se devolvió
con alguien entre esos punjo*.
No estoy seguro del primero. O
es posible que un mismo taxi
hubiese sido empleado para am
bos viajes, pero lo dudo. En todo
caso, trate de dar con ello»,
¿quiere?
¿En qué anda metido ahora,
Mr. Sheringham? —inquirió Mo
resby, con tono de sospecha.
—En romper una coartada muy
interesante —replicó Roger, se
renamente—. A propósito, ya sé
quién envió los chocolates a Sir
William. Ahora estoy ocunado
nada más que en reunir una lio.
nita colección de pruebas para
usted. Llámeme a mi departa
mento cuando haya encontrado
a esos dos conductores de taxi.
Salió dejando a Moresby lito
ralmente con la boca abierta.
El resto del día lo pasó procu
rando aparentemente adquirir
una máquina de escribir de se
gunda mano. Insistía en que lo
que necesitaba era una Hamil
ton No. 4. Cuando los dependien
tes intentaban hacerle mirar si
quiera otras marcas, se negaba
tozudamente, diciendo que le ha
bía recomendando tan bien la
Hamilton N*? 4 un amigo que ha
bia comprado una hacía como
tres semanas, que no quería ver
ninguna otra. ¿Quizás habia sido
en esa misma casa que su amigo
compró su máquina de escribir?
¿No habían vendido ningún*
Hamilton N<* 4 en el último mes?
Eso era de lo más raro.
A las cuatro y media Roger
regresó a su departamento oara
esperar el mensaje telefónico do
Moresby. Este le llamó a las cia
co y media.
—Hay catorce conductores do
taxi que llenan por completo mi
oficina y estorban mucho —dijo
Moresby, con tonos ofensivos—.
¿Qué quiere que haga con ellos?
—Téngalos allí hasta que yo
llegue, inspector jefe —Contes
tó Roger, con dignidad.
Pero la entrevista con los ca
torce conductores de taxis fu#
sumamente breve; A cada uno
(Pasa -a la Página 7)

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